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Restaurante l’Art de Vivre en Château l’Hospitalet, Narbona, Francia

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Restaurante l’Art de Vivre en Château l’Hospitalet, Narbona, Francia

Igual es que la piedra es más grande o tal vez sea porque la pendiente se ha endurecido. Como no hay más remedio que seguir empujando, lo recomendable es aprovechar cualquier oportunidad para aligerar el peso o por lo menos relajar el pedaleo, aunque estemos en un falso llano. 

Agitando los brazos como si la realidad fuese una avispa que me quiere picar. Disfrutar de la vida como acto de resistencia. Darse un homenaje, aunque sea momentáneo y sencillo. Es sano tener siempre presente que, para los que no lo tenemos todo, es mucho más fácil, ya que algo excepcional puede ser un capricho ocasional en el super. Una conserva especial, unas setas de temporada o un buen vino. 

Cuando se presentó la oportunidad de hacer una visita al Château l’Hospitalet, a diez minutos de Narbona, no nos lo pensamos. Un par de días para escapar de esta realidad tozuda, en el hotel y el restaurante de una de las bodegas más representativas del sur de Francia. 

Desde principios de los 90, Gérard Bertrand elabora vinos de la denominación contrôlée de Graves. En 2002 adquirió esta finca en pleno parque natural de La Clape, rodeada de viñedos que casi tocan al mar, está la bodega, el hotel y el restaurante l’Art de Vivre.  

El espacio es amplio, diáfano, muy luminoso. De la decoración destacan los vinos que cubren la pared del fondo y el mobiliario robusto y cómodo.

Ofrecen varios menús, que uno puede maridar. No entro en detalles porque varían con la temporada. De hecho, tienen uno de mercado que cambia en función de lo que da el Languedoc. El chef Laurent Chabert encabeza un equipo numeroso y bien avenido. A pesar de su juventud, lleva ya siete años dando protagonismo a los productos locales y ecológicos. 

Una vez se ha pedido, enseguida llegan las bebidas, empezamos con un rosado Clos du Temple 2019 y el pan: para Ana, uno de maíz y para mi una rebanada de “tourte aux alouettes” de la panadería “Fournil de Gilles”, rústico y orgánico elaborado con masa madre, con semillas de trigo sarraceno, soja, lino marrón y girasol. Deberían tenerlos también para el desayuno, pero eso os lo enseño al final. 

Llegan también un par de aperitivos, una crema con palomitas y un queso que han extendido sobre la plancha, dejando las puntas crujientes y la base esponjosa. También una mantequilla ecológica, de la finca Barsa en Cazalrenoux, aromatizada con mejorana del huerto. A Ana y a mi nos gusta mucho la mantequilla, así que siempre que viajamos a zonas con tradición nos llevamos. Como curiosidad, hace un par de años fui con Nora a París y en el aeropuerto me quitaron medio kilo, no sabía que se considera líquido. 

Y vamos ya a la cocina donde el chef prepara el primer plato a base de verduras. Sobre una tosta, pone una mayonesa de ajo negro de “Marseillette” y una vinagreta de naranja de Saint Feliu d’Aval. Después un jardín: con zanahorias, nabo, hinojo, rábano tradicional, greenmeat y bluemeat, también remolacha, guisantes, brotes de guisante verde, brotes de rábano. Y acaba rallando yema de huevo deshidratada.

Si recordáis la visita a Les Cols, en Olot, preparaban también un consomé que calentaban previamente con una piedra volcánica. Pues aquí hacen lo mismo, muy espectacular. La sopa se elabora con una base de caldo de verduras que después infusionan con bonito seco y setas.

Con frío siempre se agradece empezar así. Está en esa frontera tan interesante entre los insípido y lo sabroso, básicamente porque es un primer plato y es mejor ir de suave a intenso y no al revés. El jardín de verduras es divertido, todo en su punto y con contrastes de intensidad, textura y variedad. Para tomárselo con calma y entretenerse en cada bocado.

El vino refrescante y fácil. Sigo pensando que en el mundo del vino se peca de formalismo y de cierta rigidez. Algunos cerveceros artesanos han imitado esos tics elitistas y mucho me temo que han fracasado. En cambio, creo en los disfrutones, los sin complejos, los que abogan por un consumo desenfadado y despreocupado. 

Ojo, no estoy diciendo que no se pueda profundizar, siempre he envidiado a los apasionados que pueden sumergirse en un tema y descubrirte mundos que desconozco. Despertar la curiosidad es una cosa, exigir mínimos es algo muy diferente. En definitiva, hay que invitar a enamorarse de un vino y asumir que a veces lo que se quiere es un simple coqueteo.  

Momento para la dorada. Llega del «etang de l’Ayrolle » con el nombre del pescador, Benjamin Bes. Tras poner un chorrito de aceite de girasol en la base, tuesta la piel. Después añade mantequilla y, cuando se funde, va rociando la pieza, pero nunca le da la vuelta. Por otro lado, calienta las verduras añadiendo algo más de mantequilla. Emplata las remolachas, amarilla, roja y chioggia. Después unas láminas de remolacha, un caviar de limón, unos brotes de remolacha y acaba con una espuma de remolacha en sifón.

La dorada la disfrutamos en compañía de un Hospitalet blanc (2019). El plato lo acaban en la mesa con una vinagreta con aceite de oliva de elaboración propia, remolacha, cebolla y zumo de limón. La mantequilla empieza a tomar protagonismo, es su lugar en la cocina francesa. Aunque llama más la atención el amargo. Parece que se nos olvida que se puede ir mucho más allá de la escarola, el café o el chocolate. La piel es crujiente y la carne suave y grasienta. 

Disfrutamos mucho de la visita al mercado de Narbona. Es increíble lo diferente que es la oferta a solo unos cientos de kilómetros de casa. Las paradas de queso y mantequilla, las de patés y el protagonismo de las ostras en las de pescado, se corresponde a los hábitos de consumo. Llama más la atención la diversidad de las de aves. Aquí normalmente ofrecen dos tipos de pollo, no muy diferentes, amarillo y blanco; en algunas paradas tienen ecológicos o de engorde más lento. En cambio allí hay mucha más oferta y evidentemente el pato tiene mucha más presencia. 

En el Arte de Vivre es de una pequeña granja en Midi-Pyrénées y lo sirven en dos versiones. Para la primera, en la base del plato sirven una salsa elaborada con un caldo reducido de la carcasa del pollo. La pechuga se asa con el hueso, para que gane sabor, después se pasa por la sartén, se acaba en el horno a 180 grados durante 5 minutos y se deja reposar 15 minutos antes de emplatar. Se sirve un corte y se cubre con unos rebozuelos. Unas láminas de trufa para aromatizar y unos brotes para dar color y se cubre con los jugos de su elaboración. Por otro lado, se sirve un fricasé preparado con los muslos de pollo, después se deshuesan y se cortan en trozos pequeños, se doran con una cebolla, glaseando con vino blanco y se acaban en un fondo blanco durante 45 minutos a fuego lento. Al final de la cocción se añade un poco de nata, que le da cuerpo. Para acabar, se añade la piel, que se ha secado a 90 grados durante 3 horas y después se fríe.

Acabamos con un tinto también de la finca Hospitalet, este de 2018. El guisado es clásico, potente. Más interesante es el solomillo, jugoso y muy bien avenido con los rebozuelos. El plato es menos sorprendente que los anteriores pero no hay ninguna necesidad de estar permanentemente sorprendiendo, está rico y de eso se trata. 

Las modas y el progreso nos traen genialidades constantemente. A veces también inercias, el cambio por el cambio o el cambio a peor, que es un desastre. También incertidumbres, no parecía que disfrutar de un buen guacamole iba a suponer un desastre humanitario en el norte de Chile, ya que su cultivo acapara los recursos hídricos del territorio. 

De ahí que siempre sean bienvenidas las apuestas por el producto de proximidad, estrechar la mano que te da de comer, si hay aguacate de Málaga, pues se consume de Málaga. Sin radicalismos, que todos queremos café y chocolate. También queremos exportar y no vamos a ser tan hipócritas como para pedir a los nuestros que compren de cercanía y a los de fuera que no. 

Momento para los postres del chef pâtissier Barrière Sébastien. Los prepara con delicadeza y precisión, con mil detalles que me resultó imposible seguir, así que nos conformamos con el emplatado, sabiendo que la leche y sus derivados asumen todo el protagonismo.

El Legend Vintage 1969 merece una mención especial, un vino dulce para acabar por todo lo alto. Me arrepentí de no dar un bocado más pausado para apreciar los detalles. El chocolate es crujiente y el relleno ligero y espumoso. El dulce suave y la combinación muy sabrosa. La verdad es que envidio la paciencia y la minuciosidad de los pasteleros. 

En el segundo postre los lácteos compartieron protagonismo con la trufa blanca. Una crema en la base, una galleta con la almendra como protagonista, un canuto relleno de espuma de leche acabado con la trufa, almendra laminada, un helado también de leche y se acaba con unas láminas de trufa. 

En esta ocasión, lo disfruté con más calma y pude apreciar todos los matices. La trufa más suave de lo esperado. Algo que agradezco, cuando es muy fuerte empalaga. Tampoco es que coma todos los días, de hecho, puedo contar con los dedos de una mano las veces que la he probado, una de ellas la recuerdo especialmente. Fue en octubre de 2009 en el restaurante de Andrea Tumbarello y en compañía de Alberto Chicote. Todavía no salía en la tele y recuerdo la fecha porque publiqué una entrevista con él. Cómo pasa el tiempo.

Hicimos una sobremesa breve, porque las grabaciones nos llevan mucho tiempo, así que solemos llegar los primeros e irnos los últimos y a mi me resulta insoportable ser el último en un restaurante, cuando sabes que la gente no se va a casa por ti. Así que fuimos muy ágiles con los petit fours y el café. 

Durante dos días esquivamos la realidad con éxito. Disfrutando de paseos por Narbona, impresionados con la playa, el mercado, los vinos y muy agusto en el Château l’Hospitalet. Las habitaciones son grandes, las camas cómodas, la temperatura ideal. 

Sirven el desayuno en bufé, así que, si no la llevas, te facilitan una mascarilla para cuando vas a servirte. Es muy clásico, con pan, bollería, embutido, quesos, mermeladas, yogures, café e infusiones de todo tipo. Es especialmente generosa la variedad de bizcochos y nos gustaron mucho la mantequillas, como no, la salada es poco común por aquí y es un vicio.

La verdad es que, cuando me alojo en hoteles urbanos, nunca me quedo a desayunar. Prefiero pasar un buen rato en internet buscando y comparando sitios típicos y no me importa caminar media horita para hacerme un homenaje a primera hora, siempre que esté de vacaciones, claro. 

En los hoteles rurales la cosa cambia, dado que la estancia es una parte fundamental de la experiencia general. La idea es estar tranquilo, dar algún paseo para disfrutar del paisaje y vegetar entre la vegetación. Así que alargamos el desayuno y luego lo quemamos paseando entre viñedos.

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